strindberg_crim

por Antonio Martínez Tortosa

Vivimos tiempos de piel fina, en los que cada vez con mayor frecuencia se alzan voces contra expresiones políticas, artísticas o de cualquier otro tipo para decir que las ofenden. Ahora mismo se me vienen a la cabeza dos hechos de —más o menos— signo opuesto: por un lado, el recientísimo caso de Willy Toledo y los sentimientos religiosos; por el otro, aquellos autobuses de la asociación Hazte oír y los sentimientos de los niños transexuales. El problema aquí estriba en que la libertad de expresión no debería coartarse en ningún caso. Jamás. Cada cual es libre de expresar sus opiniones, sean estas del signo que sean, nos gusten más o nos gusten menos. Ya nos encargaremos el resto de juzgar su acierto. Todo el mundo debería tener derecho a demostrar que es imbécil.

Porque se puede ser artista de talento indiscutible y además ser imbécil. Es más, podemos admirar obras sin estar de acuerdo con las ideas que transmiten. No es ninguna locura. Si tuviéramos que limitar nuestra admiración a aquellas obras que se ajustan a nuestros propios prejuicios no solo estaríamos delimitando nuestro abanico de posibilidades, sino que estaríamos demostrando una estrechez de miras ridícula.

Si digo esto es porque no comparto la misoginia de Strindberg y, a pesar de ello, le considero un autor esencial desde que leí su Inferno hace ya más años de los que quisiera admitir. Su contribución al teatro contemporáneo es indiscutible; como lo es la de su compatriota Ibsen.

Apuntaba a la misoginia de Strindberg porque es un elemento esencial en las dos obras que se presentan en este volumen de la editorial Funambulista. En la primera de ella, Crímenes y crímenes, un dramaturgo se deja arrastrar por el deseo en cuanto conoce a la novia de su mejor amigo, hecho que conlleva una serie de desgracias, de sospechas y de malentendidos que le demuestran que la gloria es tan efímera como el amor de una mujer hermosa solo atraída por el éxito. Maurice se considera víctima de Henriette, cuando es él quien ha precipitado su propia ruina al lanzarse a los brazos de la mujer de su amigo olvidando las obligaciones que le unían a su hija y a la madre de esta.

En el segundo texto que compone este volumen, El padre, Strindberg proyecta la paranoia que siente respecto a su propia esposa, Siri. Laura y su marido entablan una lucha por la educación de su hija Bertha, puesto que cada cual pretende de la joven un futuro distinto. A esta pugna se suman los celos y las sospechas del capitán respecto a la paternidad de la niña. Antes de las pruebas de paternidad, para un hombre era imposible saber a ciencia cierta si su descendencia era, en efecto, su descendencia. En ese sentido, la paternidad era una cuestión de fe, y eso desquicia al capitán, que teme que esa incertidumbre termine por llevarlo al manicomio.

Las mujeres de ambas obras son intrigantes y llevan a los hombres a la perdición. Esa es la moraleja de este volumen: que las mujeres harán todo lo posible por arrebatar a los hombres el poder, que son advenedizas y traicioneras. A pesar de su mensaje —tan falso como interesado y, por otro lado, constante en la historia de las artes—, el volumen da testimonio de la maestría del genio sueco en su aproximación al naturalismo de Zola. Ambas tramas son ágiles y sólidas, y los diálogos, brillantes. Hay que leer más a Strindberg.